“El I Premio de Literatura Infantil ‘Ciudad de Málaga’ 2010 correspondió a La bicicleta de Selva, de Mónica Rodríguez, una ingeniera nuclear que se dedica intensamente a escribir narrativa destinada a los más pequeños.
Sin embargo, nada en el texto recuerda los estudios de la autora, que se ha decantado por una obra en la que un personaje mayor, un abuelo, cuenta, no probablemente a su nieto, la historia de una chica de piel oscura, Selva, cuyo nombre tampoco concuerda con sus orígenes.
Porque Selva procede de algún lugar innominado de África, de una zona desértica que tanto ella como su propio abuelo añoran. La muchacha va al colegio (se supone que en España) y allí se da a conocer como alguien muy especial, debido a su fértil imaginación. Una imaginación compartida por el narrador, quien vivirá con ella algunos pasajes más hermosos de su infancia.
La pareja coprotagonista convertirá un banco de la plaza en un barco pirata, descubrirá que una selva puede no estar pintada de verde, o que se consiga hacer música con las dunas del desierto.
Esta historia de protagonismo compartido mantendrá a Selva y al narrador unidos por una bicicleta vieja y desconchada, herencia del abuelo de la muchacha.
También la bicicleta tiene una historia: sirvió para que el abuelo de Selva huyera de su país en guerra y llevara medicinas, cartas y arena a los suyos.
No todo el mundo entiende la función de una bicicleta que avanzaba por el desierto, ni que no pueda pintarse. Solo los privilegiados con el don de la imaginación. Sí lo entenderá el abuelo de Selva, que encuentra el desierto en los poemas copiados en papel e introducidos en una botella. No es una paradoja, es sencillamente, poesía. Lo que se destila a lo largo del relato, y lo que nace entre Selva y el narrador pese a sus diferencias culturales y raciales.”
Sin embargo, nada en el texto recuerda los estudios de la autora, que se ha decantado por una obra en la que un personaje mayor, un abuelo, cuenta, no probablemente a su nieto, la historia de una chica de piel oscura, Selva, cuyo nombre tampoco concuerda con sus orígenes.
Porque Selva procede de algún lugar innominado de África, de una zona desértica que tanto ella como su propio abuelo añoran. La muchacha va al colegio (se supone que en España) y allí se da a conocer como alguien muy especial, debido a su fértil imaginación. Una imaginación compartida por el narrador, quien vivirá con ella algunos pasajes más hermosos de su infancia.
La pareja coprotagonista convertirá un banco de la plaza en un barco pirata, descubrirá que una selva puede no estar pintada de verde, o que se consiga hacer música con las dunas del desierto.
Esta historia de protagonismo compartido mantendrá a Selva y al narrador unidos por una bicicleta vieja y desconchada, herencia del abuelo de la muchacha.
También la bicicleta tiene una historia: sirvió para que el abuelo de Selva huyera de su país en guerra y llevara medicinas, cartas y arena a los suyos.
No todo el mundo entiende la función de una bicicleta que avanzaba por el desierto, ni que no pueda pintarse. Solo los privilegiados con el don de la imaginación. Sí lo entenderá el abuelo de Selva, que encuentra el desierto en los poemas copiados en papel e introducidos en una botella. No es una paradoja, es sencillamente, poesía. Lo que se destila a lo largo del relato, y lo que nace entre Selva y el narrador pese a sus diferencias culturales y raciales.”
(Antonio Gómez Yebra, diario Sur de Málaga, 13 de noviembre de 2010)
sacado del blog http://blog.anayainfantilyjuvenil.es/wp1/
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